Cuenta una leyenda de los indios sioux que, cierta vez, Toro Bravo y Nube Azul llegaron tomados de la mano a la tienda del viejo hechicero de la tribu y le pidieron:
- Nosotros nos amamos y vamos a casarnos. Pero nos amamos tanto que queremos un consejo que nos garantice estar para siempre juntos, que nos asegure estar uno al lado del otro hasta la muerte. ¿Hay algo que podamos hacer?
Y el viejo, emocionado al verlos tan jóvenes tan apasionados y tan ansiosos por una palabra, les dijo:
- Hacer lo que pueda ser hecho, aunque sean tareas muy difíciles. Tu, Nube Azul, debes escalar el monte al norte de la aldea solo con una red, cazar el halcón más fuerte y traerlo aquí, con vida, hasta el tercer día después de la luna llena. Y tú, Toro Bravo, debes escalar la montaña del trueno; allá encima encontrarás a las mas brava de todas las águilas. ¡Solamente con una red deberás agarrarla y traerla para mí, viva!
Los jóvenes se abrazaron con ternura y luego partieron para cumplir con la misión.
El día fijado, en frente a la tienda del hechicero, los dos esperaban con las aves.
El viejo las sacó de las bolsas y constató que eran verdaderamente hermosos ejemplares de los animales que él les había pedido.
Y ahora, ¿qué debemos hacer? Los jóvenes le preguntaron.
-Tomen las aves y amárrenlas una a otra por las patas con esas cintas de cuero. Cuando estén amarradas, suéltenlas para que vuelen, libres.
Ellos hicieron lo que les fue ordenado y soltaron los pájaros. El águila y el halcón intentaron volar, pero apenas consiguieron dar pequeños saltos por el terreno.
Minutos después irritadas por la imposibilidad de volar, las aves comenzaron a agredirse una a otra, picándose hasta lastimarse.
Entonces, el viejo dijo:
- Jamás se olviden lo que están viendo. Y este es mi consejo: Ustedes son como el águila y el halcón. Si estuvieran amarrados uno al otro, aunque fuera por amor, no sólo vivirán arrastrándose sino también mas tarde o mas temprano, comenzarán a lastimarse uno al otro.
Si quieren que el amor entre ustedes perdure, vuelen juntos, pero jamás amarrados. Libera a la persona que amas para que ella pueda volar con sus propias alas.
Los Delirios del Profe
29 de diciembre de 2012
16 de diciembre de 2012
HOT DOG: Compro antiguedad (recien hecha)
HOT DOG: Compro antiguedad (recien hecha): Que útiles suelen ser las charlas con amigos! mas en momentos en que no tengo mi moto, digo, la que era mi moto, es decir, la que dije que ...
5 de julio de 2012
"Historias en el País del Tiempo Perdido"
No siempre lo absurdo es imposible, ni siquiera infrecuente, por eso contar esta historia, que alguna vez escuché, tiene sentido en los días que corren. Es acerca de las consecuencias que tenía sobre la vida social de un país la adicción que sus gobernantes habían adquirido de falsear las medidas de tiempo.
Desde hacía décadas los gobiernos de ese país, fueran elegidos democráticamente o no, falseaban cada uno de los minutos transcurridos para su propia comodidad. Nadie podía decir cuánto duraba una hora ni menos aún compararla, ya que una hora de 1971 no era ni parecida a una de 2004.
Nadie sabía cuánto tiempo había pasado desde que comenzaron a hacerlo, ni siquiera cuánto podría durar el día de mañana o si el año que viene llegaría dentro de tres días o aún faltaban seis meses. Lo notable del asunto es que mucha gente estaba contenta con esta situación: siempre había alguien a quien alguna alteración del tiempo le venía bien y los costos no eran fácilmente perceptibles en lo inmediato.
Para el Gobierno estas manipulaciones eran una gran cosa: si los gobernantes querían quedarse más en el cargo se podían ir introduciendo 2 ó 3 nuevos días en la semana o simplemente alargar las horas . Los defensores de estos procedimientos, que los había, incluso entre notables intelectuales, argüían que decir que una hora debe tener 60 minutos es sin duda un precepto arbitrario. ¿Por qué 60 y no 45, o 98? ¿Por qué todas las horas deben durar lo mismo, dónde está escrito? Flexibilizar el tiempo permitía, según decían, “un manejo del transcurrir al servicio del pueblo y no un pueblo al servicio de los husos horarios”.
Para evitar que el tiempo fluyera en forma imprevisible, había épocas en que un gobierno decidía fijar por ley que el país vivía, digamos, en el 10 de agosto de 1967 y que esa ley era inmodificable. Si bien esto evitaba lo que venía sucediendo hasta el momento, que era que un bebé se durmiera a la noche y despertara al rato con una edad de 56 años, el procedimiento legal resultaba tan ajeno al fluir real del tiempo como su antítesis.
A la hora de pagar salarios, los empresarios amigos del Gobierno podían lograr quincenas más largas, lo cual aliviaba bastante su situación financiera.
Con todo, para el Gobierno se había vuelto crecientemente difícil evitar que la gente, en sus contratos privados, acordara usar tiempo de Montevideo, Nueva York o Greenwich. Por suerte había también funcionarios leales que se ocupaban de multar a quienes difundían medidas de tiempo “espurias, mendaces y arbitrarias”, que no se adaptaban a la realidad nacional.
Sin embargo, los dirigentes mostraban en todos los foros internacionales su mayor logro: el “tiempo adaptado a las necesidades de la Nación”. Es cierto que tanto conflicto y tanta adivinanza no dejaban mucho tiempo libre para discutir una agenda nacional, políticas de Estado o establecer prioridades.
Pero todas esas cosas eran consideradas disparates académicos; discutir una agenda es discutir qué debe ocurrir antes de qué, lo mismo que establecer prioridades, pero ¿qué significa todo eso en un país donde no se sabe cuánto dura el tiempo? Nuevamente, cualquier visitante podría haber pensado, y muchos lo pensaron, que ese era un país de locos.
Un jurista esclarecido había hecho notar que la anomia del tránsito en las ciudades en ese país era un síntoma de una sociedad que se había acostumbrado a vivir al margen de la ley, los muertos por año en accidentes de tránsito superaban a los de varias de las guerras que conmocionaban al mundo, pero a nadie le llamaba la atención. De igual modo, a nadie le llamó la atención que en dos generaciones se destruyera uno de los mejores sistemas de educación pública del mundo emergente o que en pocos años el país, que había llegado a autoabastecerse de energía, tuviera que volver a comprarla.
Lo peor de todo es que la manipulación del tiempo, como la de las medidas de longitud o de peso, genera adicción. Hay politólogos oficialistas que están pensando muy seriamente que así como se manipula el tiempo se podría manipular la moneda para poner, de una vez por todas, la economía al servicio del pueblo. Manipulando la unidad de moneda y, tal vez, los sorteos de las causas en algún juzgado , el Gobierno podría hacer todo lo necesario para salvar a la Patria sin impedimentos burocráticos.
Me gustaría saber cómo siguió esta historia, pero desgraciadamente no me contaron el final. En lo que a mí respecta, no logro imaginarlo.
Por Ernesto Gore (DIRECTOR DE LA MAESTRÍA DE ESTUDIOS ORGANIZACIONALES DE LA UNIVERSIDAD DE SAN ANDRÉS)
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